23 octubre, 2010

DOMINGO XXX del TIEMPO ORDINARIO. 2Timoteo 4,6ss ; Lucas 18,9-14

BOCA DE LEÓN

Pareciera que poca relación tiene el reconocimiento de lo que se es --centro y matriz del evangelio de hoy--, con esta fiereza de los muchos leones obsesionados alrededor con quitarnos la vida.

San Pablo, en la segunda carta a Timoteo, se congratula de haber llegado a la última cinta de la meta con la fe intacta. Y de haber sido librado de la boca del león... de los recios colmillos de Alejandro, el calderero, y de cuantos gentiles dificultaron con saña la predicación... Leones por todos lados que pretenden espantar las bondades de la fe. Leones con su boca abierta dentro de nosotros mismos. Pero hay leones, también, de boca cerrada que suelen ser los más peligrosos: aquellos que se acercan de puntillas, invitándonos a convivir y a dialogar, a relativizar las cosas importantes, a hacernos creer que son inofensivos.

Dice hoy el libro del Eclesiástico que el grito de los pobres traspasará las nubes. Pero ahí está el primer león que nos distrae hasta convencernos que los pobres están lejos, que nosotros bastante hacemos con la ayudita del Domund y los céntimos a los que dormitan a la puerta de las iglesias. Los pobres verdaderos, sin embargo, están en las esquinas del alma, arrinconados por las injusticias, por la ambición de muchos y por la indiferencia de la mayoría.

El orante fariseo del evangelio, no es que sea mala persona, es que le tiene miedo a las garras de la verdad y no está dispuesto a reconocer los peligros de un león que llega a su inteligencia como gato amaestrado advirtiéndole que los verdaderamente malos son los otros. Es el león que tapa con su corpulencia la luz impidiendo que pueda reconocerse tal cual es delante de Dios.

...Son los muchos leones que no nos matan de una dentellada, pero anestesian la fe y nos dejan más quietos que dormidos. Aún peor, nos dejan equivocados.

San Pablo se reconoce libre de tantas bocas de león a su lado, de tanto desgarro dentro. Y por eso se despide de la vida como el que empieza.

16 octubre, 2010

DOMINGO XXIX del TIEMPO ORDINARIO. Lucas 18, 1-8

ORAR PARA VIVIR

Aunque Juan Ramón Jiménez escribiera que todas las rosas son la misma rosa: amor, la única rosa, no todas las voces ni todas las palabras ni todas las necesidades ni todas las ansias son las mismas por la sencilla razón de que el ser humano es uno y tan distinto a los otros, por más que se le parezca.

Toda la liturgia de hoy gira a la oración y a sus emprendimientos. A la disponibilidad y prontitud de los oídos divinos cuando alguno de sus hijos le reclama justicia para su vida. Pero Jesús deja en el aire de este evangelio un matiz en la forma de pedir las cosas que tiene mucho que ver con la prisa y la solución de lo que se pide. Naturalmente la oración no puede reducirse a levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes, como en el antiguo catecismo, sino en la ternura de un pecho que se abre a la luz y que ya no necesita pedir nada porque desde la presencia de Dios ya nada se necesita.

Santa Teresa de Jesús, cuya fiesta acabamos de celebrar, es la gran experimentadora de los esfuerzos hasta alcanzar oración y de las consecuencias que ella nos ofrece como el don más alto que pudiéramos soñar. Escribe la santa que el día en que murió su padre comenzó a tener oración y, desde entonces, nunca más dejó de ser feliz. Como si de pronto Jesucristo le hubiera colocado su vestido de novia mientras dormía.

Más que la justicia desde los otros que pide la mujer del evangelio, debemos pedirle a Jesús justicia para uno mismo, candelas para los fuegos dormidos, presencia suya en relámpagos eternos. Sobradamente sabemos que sólo en su presencia somos purificados, en ella fortalecidos, por ella transformados. Su sola vista y hermosura mata la pobreza de los apetitos y satisface el hambre espiritual, enteramente, con lo más fino de sus labios.

02 octubre, 2010

DOMINGO XXVII del TIEMPO ORDINARIO. Timoteo 1,6-8ss ; Lucas 17, 5-10

TRASLADAR MORERAS. TRASLADAR MONTAÑAS

Desde San Pablo, y por la personal experiencia de la fe, tenemos conciencia de haber recibido un espíritu valiente, de los que no conocen fronteras ni disimulos, matizado sólo por la elegancia espiritual del comportamiento. Una fe que trasladaría montañas si no fuera por los brazos del pecado, que tanto sujetan.

JESÚS garantiza en este evangelio que si tuviéramos fe como un grano de mostaza, le podríamos decir a una morera que cambiase de lugar, y sería obediente; y a una montaña que bajase a la llanura hasta quedarse descalza, y ella misma encontraría sosiego en su bajeza.

Se me figura que trasladar moreras es lo que buscábamos en la niñez para darle de comer con sus hojas a los gusanos en su caja de cartón con agujeros. Ellos constituían el mejor asombro de nuestra infancia al comprobar cómo el gusano se iba labrando una mortaja de seda hasta morir y aparecer de nuevo convertido en blanca mariposa... Cambiar de sitio los árboles amados para que puedan alimentar mejor nuestro deseo de transformación. No nos ha de faltar la mano y la ayuda del que todo lo puede.

Trasladar montañas se acerca mucho más a un ejercicio directamente divino. Desde las palabras seguras del Maestro, podemos llegar a conquistar, como el Hiperión de Keats, nuevos y hermosos reinos y regir en ellos con las más atrevidas complacencias. La fe de trasladar montañas exige una luz firme y comprometida, recta y deliciosa, fraguada en el temperamento de la Verdad... Teresa de Lisieux, la santa carmelita que hemos recordado en estos días, trasladó su inocencia a la sabiduría de su tiempo, el dolor de no ser entendida a tantos como en el mundo aún no reconocen el amor de la Iglesia, su abundancia de espinas en lluvia de rosas que perfumaran la vida. Un grano de mostaza fue y han sido incalculables los corazones y las montañas que han cambiado de lugar por su doctrina.