17 abril, 2010

DOMINGO III de PASCUA . Hechos 5,17ss ; Juan 21, 1-19



TRES VECES SÍ, TRES VECES NO.

Cuentan sus biógrafos que en una ocasión Paul Valéry le preguntó a Einstein después de ofrecer una conferencia en un Colegio Mayor de Francia:
-Profesor: cuando tiene una idea original, qué hace, ¿la apunta en seguida en una hoja?...
Einstein le contestó rápidamente:
-Cuando me viene una idea original no se me olvida...
A San Juan no se le olvidaría nunca referir esta originalidad de Jesús conversando con Pedro. Puede que estuviese a una cierta distancia y casi la adivinara desde sus labios. Seguro que pudo ver el asombro de Pedro sobre sus ojos. Juan oyó la primera pregunta, sorprendido también:
-Pedro, ¿me amas más que éstos?
La pregunta se fue alejando de sí misma como los barcos terminan viendo nubladas las orillas. ¿Más que éstos? ¿Más que quiénes?. Veneno dulce tenían las palabras del Maestro dejando colgadas en el aire todas las respuestas. Amar dejando atrás la vida, morir a todo para sufrir toda la soledad...
-Señor tú sabes que te quiero
Pero al insistir Jesús con la pregunta, quedó en Pedro la duda de si había sido capaz de abandonarlo todo, de si su corazón aún mantenía las escamas del miedo:
-Pedro, ¿me amas?
Esta segunda vez la debilidad comenzaría a agrietar su convicción de apóstol, su verdad de tirarse al agua antes que nadie cuando vio al Maestro en el horizonte del Tiberíades, su dar la vida por Aquel que le había ayudado a descubrir la suya:
-Señor, tú sabes que te quiero.
Pero Jesús volvía, como la sangre a la herida, a reclamar la entrega definitiva del que iba a ser la llave de su Iglesia. Se le debió escapar un gesto de desconfianza al pronunciar la última llamada:
-Pedro, ¿me quieres?
Y Pedro, definitivamente, cortó las venas de su palabra y manchó de sangre su:
-Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero...
Lo que cada uno de nosotros añada después, los apacentamientos con que Jesús envuelve las respuestas de Pedro; si fueron o no tres preguntas de amor para borrar las tres negaciones, el gallo y su llanto. Cualquier reflexión tiene cabida en esta hermosura de relato que san Juan nos alcanza. Yo me quedo sólo con el temblor de vivir insatisfecho, de haberle dicho que sí y que luego, en un descuido, puedan secarse los labios.

10 abril, 2010

DOMINGO II DE PASCUA Hechos 5, 12-16 ; Juan 20, 19-31



HEMOS VISTO AL SEÑOR

Llovía aquella tarde espumas de nieve sobre las casas. Se le estaba muriendo lo que más quería, su hijo recién nacido, amarillo y sin remedio bajo el cristal de la incubadora. Estallaba en sus ojos la tristeza cuando me pidió que fuese a bautizarlo.
- Juan, se ha de llamar Juan.
Y con un algodón empapado en agua milagrosa metí la mano bajo la transparencia y Juan se quedó hecho un ovillo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Su padre y yo nos fuimos a la capilla a pedirle a Dios otra lluvia de paz que remediase en lo posible el dolor de tanto desgarro. Diez, doce minutos y nos levantamos en un abrazo como si ambos hubiésemos coincidido en la misma luz. ¡Hemos visto al Señor!, nos faltó decir, porque el Señor se había dejado ver en el fuego más alto de la plegaria.
Después de dieciocho años, la misma voz incesante del mismo padre que me pidió el bautismo para su Juan en la incubadora, volvió a buscarme a muchos kilómetros de distancia para presentarme, hecho ya un hombre, al niño que los médicos habían señalado en el reloj la hora de su muerte.
-Este es Juan, ¿se acuerda?
Y cómo podía olvidarme de aquella cabecita de limón apagado que sufrimos juntos en la soledad y desde la que ni siquera nos atrevíamos a pedir un milagro.
-¡Hemos visto al Señor!
Y cada Pascua que pase, todos se sentirán curados, como narra el libro de los Hechos. Y los tomases y los desconfiados no tendrán más remedio que arrodillarse y clamar humildemente:
-¡Señor mío y Dios mío!